Lo cotidiano se vuelve íntimo y lo íntimo se despliega en la casa de los dragones. Al igual que esta pared estamos ahí desde siempre, para siempre, tratando de habitar el hogar, de reconocernos en algún rincón de él.

Las pinturas y las fotografías sostienen cuerpos en tránsito, que arrasados por un espacio impreciso, por formas deshaciéndose, por un aire denso, van hacia algún lugar.

La casa que supo llenarse de retratos familiares, con rostros rígidos apuntando a cámara, con representaciones y memorias confundidas, se carga ahora de imágenes aún más inestables, casi delineadas entre manchas y tonos que hacen emerger el espacio del hogar como un no lugar.

 

Porque cuando aparezco me oculto y cuando me oculto me pongo en evidencia.

Las representaciones se quiebran y algún día la mesa va a ser más grande o más chica.

La silla siempre me pareció incómoda.

Pienso que están hermosos ellos enfrente mío.

Este es el momento de compartir.

Hoy no puedo tragar.

Todos tienen cubiertos menos yo.

Te miro, me mirás, nadie sabe que sabemos.

Abriría la ventana pero la abuela está enferma.

Dame la mano por abajo de la mesa.

El olor me conmueve.

Tu rostro en la oscuridad se ve distinto. Desearía que nunca se hiciera de noche.

Todo se detiene.

¿Me puedo levantar?

 

Las puertas de esta casa se abren no para mostrar lo que es o lo que debería ser, sino para entrar en espacios de presencias agujereadas, de rostros que nunca estarán terminados, de gestos y columnas entre las que unos cuerpos, y en particular ellas, buscan transformar lo heredado y enfrentarse al vacío, con torpeza, con miedo, con salvajismo, como pueden… y con otras, que en el encuentro, nos alumbran algunas sombras.

​

Sofia Saraniti